Por Roberto Turull
La comida dominicana
siempre ha sido un orgullo nuestro.
Los platos tradicionales
los ofrecemos como un tesoro nacional: Ven a comerte un sancocho, te voy a
preparar unos pasteles en hojas, te espero con una carnita encebollada, son
frases comunes.
La gastronomía de los países caribeños es obviamente similar,
con ciertas variantes tienen el mismo concepto. Esto es natural, en una región
tropical los frutos y frutas son iguales y la creatividad tiende a integrarse. Pero
ese toque particular que destaca un plato de
otro es donde lo autóctono nos distingue.
No nos engañemos, en
República Dominicana se come con mucho aceite, sal, ajo, cebolla y azúcar. Donde
quiera se escucha “échamele salsa”, “esto no sabe a nada”, “el café está
amargo” y para colmo, todo lo queremos guisado.
La cocina dominicana
tiene un uso excesivo de “sopitas” y la harina la consumimos sin control. A todo
le echamos sal, aunque esté salado. Disfrutamos aderezando las ensaladas y
sobre todo nos gusta ver abundancia en lo que vamos a comer. El chicharrón de
cerdo y la longaniza así como el salami con queso frito, tan común en la dieta
de los pobres, son, simplemente los padres de las úlceras estomacales.
Nos fascinan los
dulces en almíbar y conservas con alto contenido de fructosa. Unos casquitos de
guayaba y un dulce de naranja nadie los hace mejor que nosotros.
Abusamos de Los
postres, “mientras más dulces, mejor” dice el pueblo. ” Ponle más azúcar” lo
escucho a diario. Una limonada para que sepa a limonada debe recibir 5
cucharones de azúcar. ¿Las malteadas? media libra de azúcar. Lo cierto es
que nos encanta empalagarnos.
El que quiere hacer
dieta, que se olvide, es imposible. La oferta de productos bajos en sal y
azúcar proliferan pero su costo es el triple de los normales. Los restaurantes
denominados vegetarianos, sólo se dedican a cocinar platos con curry, como si la comida vegetariana
necesariamente debe ser de la India.
Además ¿de qué te
sirve llevar un régimen dietético si llevas una vida social intensa? No es cierto
que te comes un pastelito, te comes 5; y
le sumas 5 croquetas y 5 pizzitas. Por suerte, las catibías y los ahorcaditos*
ya no abundan como antes (muy buenos por cierto) pero son pura grasa. La nueva
comida fusión tan famosa en restaurantes de corta duración, impresiona en su
presentación pero al final es lo mismo: baños de salsa.
Es extraño que con
una ciudad tan activa empresarialmente, llena de emprendedores y personas con
capital para invertir, no hayan establecido restaurantes con un menú exclusivo
de bajas calorías y cero aceite. He visto en otros países, pequeños
establecimientos dedicados a sopas, otros a ensaladas o sólo frutas. Aquí ha
habido intentos pero fracasan. Sin embargo, las reposterías y las comidas
fritas son un éxito. Los menús, en general, te presentan una que otra cosa
light pero te rindes ante la entradita de mozzarella en carroza, el humus, las
montañas de nachos y los dip de espinaca.
Si alguien conoce un
lugar verdaderamente con comida liviana, por favor deje su comentario porque la
verdad es que a veces quiero un buen plato de vegetales hervidos o al vapor
preferiblemente y acabo siempre
hartándome de harina.
*Tiras de pan blanco horneado con nudo de tocineta y luego frito en aceite